domingo, 21 de noviembre de 2010

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

(PONENCIA PARA UN DEBATE ORGANIZADO POR LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD PRIVADA DEL NORTE, EL 18 DE NOVIEMBRE DE 2010)

Me han pedido que les hable sobre la Dignidad de la Persona Humana desde el punto de vista social y filosófico, no desde el punto de vista jurídico, aunque el contexto del debate que se organiza esta tarde se basa en un proceso judicial que se llevó a cabo en la Corte Constitucional de la República de Colombia, en el año 1999. El caso es fascinante y bastante complicado. Plantea una serie de preguntas que tienen como trasfondo La Dignidad de la Persona Humana. En una ponencia corta es imposible tocar todas estas preguntas y propongo limitarme principalmente a una de las más controversiales, la sexualidad.

Un aspecto de la dignidad de cualquier persona es su sexualidad y el caso, que trata de una menor hermafrodita, abre la puerta a un debate sobre los géneros. Después de leer el caso, me he encontrado preguntando si es legítimo o moralmente correcto hablar de dos géneros normales: los sexos masculino y femenino, y considerar cualquier otro género como anormal. Si pensamos así, puede suceder lo que ocurrió hace poco en Chile, cuando un cardenal habló de la homosexualidad como una enfermedad. Hablar con ese término me hace pensar que aquel cardenal se ha colocado mentalmente dentro de los parámetros estrechos de una normalidad que solo admite la existencia legítima de dos sexos, varón y hembra. Cualquier variante resulta ser anormal. Probablemente, esto es lo que todavía piensa una gran mayoría de nuestros contemporáneos; y, si son judíos o cristianos, citarán la Biblia, Génesis 1, 27, donde dice: “Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Macho y hembra los creó”. Entonces, parece que si soy cristiano, este texto de la Palabra de Dios me obligará a aceptar que solo hay dos sexos normales y que cualquier variante será anormal. Pero, mi experiencia y mis estudios me enseñan que hay evitar de hacer interpretaciones fundamentalistas de la Biblia, es decir interpretaciones que ignoran los elementos culturales, filosóficos y científicos que se deben tomar en cuenta.


Cuando Carlos Darwin publicó su “Origen de las especies”, sus opositores usaban este mismo capítulo de Génesis que acabo de citar para refutar la teoría de la evolución. Y hay gente que lo hace hasta el día de hoy. Esto es lo que sucede cuando se toma un texto bíblico fuera de su contexto y cuando se pretende que la fe basta por sí sola y que a ella no le hace falta la razón. Fe y razón son mutuamente dependientes y tienen que andar juntas. La fe sin la razón termina en el fundamentalismo que ya he mencionado y esto luego produce resultados inhumanos como las inquisiciones, tanto católica como protestante, en el ámbito cristiano, y El Qaeda en el ámbito islámico. Por otra parte, la razón sin la fe fácilmente conduce a situaciones igualmente inhumanas. Cito como ejemplo el Terror y la Guillotina en la Revolución Francesa. Estos eran la culminación del quehacer filosófico del siglo XVIII, –– “el Siglo de las Luces” o “Siglo de la Razón” –– que abogaba por la libertad, la igualdad y la fraternidad, y celebrado con la entronización de una actriz en la catedral de Nuestra Señora de París, como símbolo de “la Diosa Razón”. No solo murieron muchas personas inocentes, sino una de ellas fue el gran químico y erudito Antonio de Lavoisier, de quien el juez que lo condenó a muerte dijo: “A la revolución no le hace falta científicos”. De la misma manera, procesos puramente racionales condujeron a los gulags soviéticos y a las cámaras de gas de Auschwitz.

Entonces, insisto que hace falta el dúo de la fe y la razón, pero aquí me concentro en la última, porque esto es lo que me han pedido; sin embargo, por lógica, no puedo ignorar la fe. Digo algo breve con respecto a ella, y relacionado con lo que después voy a presentar para la razón. No soy adivino, ni tampoco teólogo especulativo, pero sé que hay más que suficiente evidencia para mostrar que la doctrina cristiana evoluciona ––como explicó Juan Enrique Newman, recientemente beatificado en Inglaterra por el Papa Benedicto, en su “Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana”, publicado en 1845––. A la Iglesia le costó tres siglos de reflexión antes de elaborar el credo; cosa que se hizo en el Concilio de Nicea en el año 325. Luego pasó un siglo y medio más para aclarar mejor lo que se había definido. Si esto sucedió en relación a los dogmas centrales cristianos, no me parece nada irracional proponer un desarrollo en nuestra comprensión de la sexualidad humana desde el punto de vista de la fe.

Pasemos entonces a la razón. Ella se expresa a través de la filosofía y, a lo largo de la historia humana, las distintas filosofías han contribuido fuertemente a la organización de la sociedad y la manera de actuar de las personas que, eventualmente, se han encontrado codificadas en las leyes y las costumbres. Me imagino que ustedes, como estudiantes de Derecho, saben que cerca del año 1760 a.C. fue grabado en piedra el Código de Hammurabi. Unos quinientos años más tarde los Diez Mandamientos también fueron grabados en piedra. Luego, unos cuatro siglos y media antes de Cristo, las leyes romanas fueron inscritas en las Doce Tablas; mientras la obra que culmina todo el desarrollo del Derecho Romano es el Código Justiniano. Un resultado de grabar las leyes en piedra o escribirlas en un código es crear la idea que las leyes no se pueden cambiar. Esto lo encontramos en el libro de Ester en el Antiguo Testamento. Una vez que se ha dado un decreto real, es imposible cambiarlo. “Lo escrito, escrito está”, dijo Poncio Pilato con respecto a la sentencia colocada sobre la cabeza de Jesucristo en la cruz. Entonces, se produce una mentalidad que afirma que la ley es la ley, y que es intangible. Ante esta mentalidad podemos preguntar qué dice la filosofía y la manera de pensar contemporáneas.

Lamentablemente, hoy en día, en la mayoría de nuestras universidades, el estudio de la filosofía es, en el mejor de los casos, la última rueda del coche, y, frecuentemente, ni esa rueda existe. Por eso, somos ignorantes con respecto a la filosofía contemporánea, aunque, de hecho, nuestra conducta y manera de ser pueden encontrarse influenciadas por ella. Lo que domina actualmente en el mundo filosófico es el Postmodernismo. Éste no es un sistema filosófico como el Aristotelismo, el Tomismo o el Marxismo, para mencionar solo tres de los muchos sistemas filosóficas que hay, sino, más bien, es una corriente o un ambiente, caracterizado por el cuestionamiento y la duda. A mí, no me parece ni razonable, ni tampoco saludable, vivir en la duda total y permanente y cuestionando todo, todo el tiempo ––escepticismo puro––; pero sí, me parece justo y necesario dudar y cuestionar mis principios y mis ideas de cuando en cuando. Es precisamente esto que el caso jurídico presentado como estímulo para este debate nos invita a hacer con respecto a la sexualidad. Encontramos en el texto amplio del caso referencias a “una sociedad cada vez más cambiante y abierta a la flexibilidad de los roles de género”. También dice que es cuestionable si normal/anormal “es necesariamente un asunto binario”. También el caso nos invoca a reflexionar sobre la posibilidad de “educar hacia una perspectiva más flexible y amplia, donde los ‘intersexuales’ no tengan que ser víctimas de una concepción dicotómica de la realidad”.

Creo que la sociedad en que vivimos está más abierta a una visión distinta de la sexualidad humana que la visión sostenida por nuestros padres. Sin embargo, como también el caso indica con toda claridad, todavía hay bastante prejuicio contra la ambigüedad sexual y la intersexualidad; mientras sabemos muy bien que aún la homosexualidad ––que es un concepto menos complicado que la ambigüedad–– está muy lejos de ser aceptada como perfectamente normal. Por supuesto, hay países donde la legislación está más de acorde con una visión que podríamos llamar plurisexual; pero aún aquí la historia nos enseña la verdad del dicho popular: “entre el dicho y el hecho hay largo trecho”. Para ilustrar esto, quisiera presentarles un par de ironías, o desfases, con respecto a la historia tras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la O.N.U., el 10 de diciembre de 1948. Es una historia que revela que mientras se proclamaban derechos, en la práctica se ignoraban o aún argumentaban en su contra.

Un siglo y medio antes de la declaración de la O.N.U., en agosto de 1789, como uno de los primeros actos de la Revolución Francesa, fue publicada la Declaración de los Derechos del Hombre y Ciudadano; documento que dice en su primer artículo que: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” ––¡ojo, el lenguaje usado, “los hombres”! No existía en aquel entonces el concepto del lenguaje inclusivo––. Este texto tiene sus raíces en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, del año 1776, que, a su vez, depende en la última instancia de la “Magna Carta” firmada en Inglaterra entre los nobles y el rey, Juan Sin Tierra, en el año 1215. La “Magna Carta” dio pie a crear el Parlamento en el siglo XIII, donde había representantes de diferentes sectores de la sociedad. Sin embargo, no se admitió a ninguna mujer hasta el año 1917. Entonces, entre lo dicho de 1215 y el hecho de 1917 hubo un trecho largísimo, con la ironía de que los períodos de mayor expansión económica y política del país ocurrieron durante los reinados de dos mujeres, Isabel I, en el siglo XVI y Victoria en el siglo XIX.

El otro caso que quisiera mencionar es la esclavitud practicada en el sur de los Estados Unidos durante casi un siglo después de la Declaración de la Independencia de 1776, donde dice: “Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…” A pesar de esto, a los negros no se les concedía ningún derecho y una excelente película de Steven Spielberg llamada “Amistad” retrata un incidente verídico en que el expresidente, Juan Quincey Adams dice a los jueces del Tribunal Supremo, que si las personas negras pueden ser tratadas como seres inferiores, entonces sería mejor botar la Declaración de la Independencia al tacho, porque es mentira.

Para mí, esto indica que una de las piezas claves detrás de la no aceptación verdadera de la igualdad de los seres humanos, sean de diferentes razas, o sean de diferentes sexos, es el trato dado al otro, o a la otra, como alguien inferior. Los nazis consideraban a los judíos como seres inferiores ––aunque los judíos producían genios como Marx, Einstein y Kafka, mientras los nazis producían gente de total falta de imaginación, como Eichmann, y asesinos––. El resultado fue que los asesinos ignorantes de la “raza superior” mandaron a muchísima gente muy culta y educada de la “raza inferior” a las cámaras de gas.

En todas las colonias europeas, los colonialistas consideraban a los nativos como inferiores, y aquí en el Perú, tenemos rezagos de esto hasta el día de hoy. En general, el serrano, sobre todo el serrano con rasgos marcados de raza indígena es un “serrano, o indio, de mierda”. En esta universidad, cuando un grupo de estudiantes quería manifestar su indignación por el trato dado por el gobierno central a las tribus de la amazonía el año pasado, algunos de sus compañeros se molestaban: “¿Por qué tenemos que defender a esos indios?”

El uso de lenguaje despectivo era notable durante la insurgencia de Sendero Luminoso y sostengo que detrás de todo lenguaje de este tipo, sea con respecto a raza, sexo, o lo que sea, hay una “cosificación” del ser humano. Este riesgo encontramos mencionado en el caso de la niña hermafrodita. Tratar a una persona como si fuera una cosa es lesionarla en sus derechos. El lenguaje despectivo, los chistes, las burlas y cosas por el estilo crean una sociedad donde es casi cierto que no todos somos iguales. El caso de la niña expone la preocupación que tenían los jueces sobre la posibilidad de discriminación contra ella y se habla explícitamente de una sociedad machista e intolerante. Para nosotros, creo que la importancia del caso es obligarnos a mirar nuestra propia sociedad y ver qué debemos pensar y hacer con respecto a ella. Cada uno debe preguntarse: ¿puedo aceptar al otro, o a la otra, aunque sea muy diferente a mí? ¿Puedo aceptar plenamente al anciano que ya no puede trabajar y, por tanto, es considerado como una cosa inútil en nuestra sociedad materialista y consumista? ¿Puedo aceptarme a mí mismo, cuando me doy cuenta de que soy diferente a las imágenes proyectadas de las celebridades y las estrellas del cine, de la música o del deporte? ¿Puedo aceptar al compañero homosexual, o quizá mí propia sexualidad? ¿Puedo aceptar al compañero campesino? Y hay muchos casos más en que alguien es diferente a lo que la sociedad pretende etiquetar como normal. S según la sociedad, ser diferente es ser anormal ––y por eso, existe la dictadura de la moda––.

A modo de conclusión, diría que ni la fe ni la razón me obliga a rechazar a alguien porque sea diferente; más bien, la regla dorada de tratar al prójimo como uno quisiera que él, o ella, me trataran a mí, me obliga a aceptar al otro, o a la otra. Ser diferente no puede ser ni un crimen, ni tampoco un pecado.

Gracias por haberme escuchado.

Miguel Garnett,
Cajamarca, 18-11-10.